Bajando por la pendiente
La administración Trump sigue su lento caminar hacia el autoritarismo
Todo empezó, probablemente, en el Tribunal Supremo. La corte siempre ha ocupado un lugar extraño en la mitología política americana; una institución venerable compuesta por nueve sabios con togas que hablan de libertades, derechos, y defender la constitución. Fueron ellos, cuenta la leyenda, quienes abrieron la puerta al movimiento de los derechos civiles gracias a sus ilustradas y valientes sentencias en los años cincuenta y sesenta.
La historia, como no me canso de repetir, es una patraña. El Supremo es un tribunal con una larga tradición de escribir sentencias increíblemente políticas que reflejan las ideas y valores de los presidentes que los nombraron. Su “interpretación” de la constitución a menudo no difiere demasiado de augures sintiendo la voz de los antiguos en el vuelo de las palomas. Cuando una mayoría del Tribunal quiere que la ley fundamental diga algo en particular, sus integrantes torturarán el texto y su propia jurisprudencia hasta que confiesen tener el significado que más les convenga.

La mayoría conservadora del Supremo actual fue nombrada por republicanos; uno por Bush padre, dos por Bush hijo, y tres por Trump. Son ideológicamente reaccionarios, convencidos de que Estados Unidos necesita un presidente casi monárquico, fuerte y sin ataduras legales que limiten su poder. Fueron ellos quienes decidieron que el presidente debía gozar inmunidad legal casi completa, algo que nunca aparece en la constitución y cuyo único precedente era una opinión legal de los abogados de Richard Nixon para intentar librarse del caso Watergate.
Son ellos también los que ayer decidieron, rompiendo con noventa años de jurisprudencia, que el presidente de los Estados Unidos tiene un poder (casi) absoluto para desmantelar agencias independientes e implementar leyes aprobadas por el Congreso como le dé la santa gana.
Un líder, un gobierno, una ley
El caso en cuestión es una de esas batallas judiciales tan netamente americanas que hacen de una disputa marginal un cambio que reordena la constitución por completo. Todo empieza con la decisión de Trump de despedir a miembros de los consejos de dos agencias regulatorias independientes creadas por una ley del Congreso, una regulando relaciones sindicales en empresas privadas1, otra protegiendo los derechos de los funcionarios de carrera en el gobierno federal2, en ambos casos nombradas por Biden. La maniobra dejaba las dos agencias sin quorum para tomar decisiones, de facto inutilizándolas por completo.
La “teoría” legal detrás de esta decisión es que, al formar parte del ejecutivo, el presidente tiene autoridad absoluta sobre ellas. No importa que el Congreso haya legislado que sus directores y consejeros son independientes o que la Casa Blanca no puede despedirlos. La constitución dice que el ejecutivo es una unidad de destino en lo universal encarnada en la persona del presidente, y el Congreso no puede darle órdenes ni limitar su poder sobre empleados y agencias que forman parte del ejecutivo.
Esta teoría es, por supuesto, una patraña. El Supremo, en 1935, dejó bien claro que el Congreso puede crear agencias independientes, y durante los últimos noventa años esa ha sido la interpretación vigente de la constitución.
Hasta que ayer, sin ni siquiera molestarse a tomar en consideración el caso, el Supremo decidió que las medidas cautelares bloqueando el despido tomadas por tribunales de rango inferior eran inválidas, y que Trump podía despedir a quien quisiera sin más consecuencias.
Como comentaba en el artículo de hace unas semanas, esta clase de teoría legal (“ejecutivo unitario”, en jerga local) implica que Trump, si está de humor, puede despedir al presidente de la Reserva Federal y poner al frente del Banco Central a su caballo o, peor, a uno de sus hijos. La mera insinuación de que Trump pudiera hacer eso provocó un batacazo bursátil hace unas semanas, así que el Supremo, maravillosamente, declara en su resolución que Trump puede despedir a quien quiera excepto en la Reserva Federal, porque… bueno, es especial o algo. Dicen que es una “entidad con una estructura única, semi-privada” con una “tradición histórica distinta”.
Básicamente, que Trump puede tomar el control de cualquier institución o regulador que le venga en gana, pero que, por favor, los banqueros y mercados financieros necesitan alguien que les proteja.
Cobardes y lamebotas
En el lento, desordenado y a ratos estúpido descenso de la administración Trump hacia el autoritarismo, la rendición voluntaria, cuando no entusiasta, de muchas instituciones americanas juega un papel destacado.
Si uno lee los Federalists Papers, los panfletos que los redactores de la constitución escribieron para defender su aprobación, los padres fundadores parecen entender perfectamente el riesgo de que un demagogo sin escrúpulos alcanzara la presidencia. El sistema político americano, con su elaborado sistema de contrapesos, fue diseñado para contener a un potencial tirano de forma explícita y directa.
Lo que los padres fundadores no esperaban, sin embargo, es que el resto de las instituciones, al toparse con un cretino psicótico en la Casa Blanca que quería arrogarse un poder casi absoluto para castigar a sus enemigos e imponer su programa político por decreto, le aplaudieran. El Congreso, controlado por un partido republicano hipnotizado en la adoración a su amado líder, no sólo está aceptando entusiasmado que Trump se salte sus leyes, sino que están intentando delegarle más poder. El Supremo ha decidido ponerle todas las facilidades posibles para desmantelar el estado, y retirado cualquier ley o contrapeso que pueda controlarle, incluyendo, posiblemente, el propio poder judicial que ellos presiden3.
Durante los últimos meses, Trump se ha hecho un hartón de perder un caso tras otro en los tribunales. Muchos temas llegan al Supremo, donde el tribunal o evita pronunciarse, o envía balones fuera, o le da razón a Trump. Cuando la administración pierde, se dedican a desoir sentencias judiciales o interpretarlas de la forma más torticera posible. Hasta ahora, ningún juez se ha atrevido aún a acusarles de desacato, pero el Congreso, controlado por los republicanos, está intentando aprobar una ley limitando ese poder.
Corrupción pura
El presidente, mientras tanto, es abierta, grotescamente corrupto. Al avión regalado por Quatar (ya en manos del Pentágono - Trump ha recibido este avión), el presidente hoy celebra una cena con cientos de los mayores “inversores” en su criptomoneda $TRUMP. Supongo que recordaréis el pelotazo:
Trump básicamente ha puesto una tienda de cromos en la cualquier persona del mundo puede darle millones de dólares a cambio de una pegatina sin valor alguno, y a quienes más dinero le dan, los ha invitado a un evento privado. Esto, en cualquier universo, es un soborno; literalmente poner una urna para que gente de todo el mundo le pueda dar dinero a cambio de acceso a su persona.
¿Creéis que eso ha irritado a alguien en el partido republicano? En absoluto. Y dado que el Supremo lleva años declarando inconstitucionales toda clase de leyes sobre sobornos y corrupción y le ha dado inmunidad presidencial casi absoluta, no que pueda sufrir consecuencia alguna por sus actos.
Desmantelando un país
Estados Unidos siempre ha sido un país con una gobernanza digamos cuestionable. Tiene una constitución anticuada, partidos políticos e instituciones débiles, y amplias regiones del país tomadas por una ideología destructiva y reaccionaria. La facilidad con la que Trump tomó por asalto al partido republicano y está desmantelando el gobierno del país no es del todo inesperada, pero es bastante deprimente.
Dani Rodrik escribía ayer que las tres grandes fuentes de riqueza de Estados Unidos siempre han sido su estado de derecho, su sistema de investigación y desarrollo, y su infinita capacidad de atraer talento de todo el mundo.
Trump está volando las tres cosas por los aires.
Bola extra:
La Cámara de Representantes aprobó ayer, por un voto, el “One Big, Beautiful Bill”, la enorme ley que incluye las bajadas de impuestos de Trump y buena parte de su agenda de gobierno. Lo de “One Big, Beautiful Bill” (una ley grande y bonita) no es broma, es literalmente el nombre oficial del texto, porque en el GOP son así de pagafantas con el amado líder.
Hablaré más sobre el contenido de la ley otro día, pero hay algo que merece especial atención: es increíblemente irresponsable fiscalmente. Paul Krugman, alguien que hizo su carrera como economista analizando crisis financieras, lleva varios días señalando que los mercados financieros parecen estar empezando a ponerse nerviosos con la salud financiera de Estados Unidos, y más concretamente, de la incapacidad de los políticos de tomársela en serio.
Los tipos de interés de la deuda federal a treinta años están moviéndose muy a la España, allá finales del 2009:
En teoría Estados Unidos debería ser casi inmune a una crisis presupuestaria, porque es un país increíblemente rico y con impuestos misérrimos, así que puede cerrar un agujero fiscal sin problema alguno (algo que España no podía hacer el 2009). El problema es que Estados Unidos parece ser incapaz de subir impuestos a nadie estos días, y cualquier recorte de gasto acaba por ser aplazado.
La NLRB, una agencia creada en la época del New Deal. Sale mucho muchísimo en mi libro; Nixon la descuartizó casi por completo, abriendo la puerta a la destrucción del movimiento sindical.
Todo apunta que el tribunal va a declarar inconstitucional la autoridad de un juez federal a suspender cautelarmente una ley que considere inválida.