La historia, como es habitual en la era Trump, al principio parecía una broma: el presidente quería construir un salón de banquetes en la Casa Blanca.
La residencia oficial del jefe del ejecutivo, a pesar de su pompa y fama, es relativamente pequeña. La residencia oficial es una mansión de un tamaño decente, pero sin grandes salones ceremoniales. El Ala Oeste sólo tiene oficinas y el despacho oval. El Ala Este, utilizada para eventos, tenía un espacio con capacidad para algo más de un centenar de comensales. Cuando el presidente deseaba celebrar una cena de estado con más invitados, se veía forzado a instalar carpas en los jardines, con baños portátiles para los asistentes1.
Cuando Trump empezó a hablar sobre un salón de banquetes, su propuesta parecía hacer pequeños cambios al Ala Este, demoliendo una fachada para adosarle una gran sala de estilo neoclásico con enormes ventanales. Las imágenes ofrecidas por la Casa Blanca sugerían un interior ligeramente hortera, con exceso de doraditos y guirnaldas, y el edificio seguramente era lo suficiente grande para parecer desproporcionado, pero no era una idea espantosa.

El Ala Este, además, no era demasiado interesante; construida a principios del siglo XX, fue renovada casi por completo durante la segunda guerra mundial para construir un búnker subterráneo debajo de ella. Era la entrada para visitantes, zona para eventos, y el despacho de la primera dama, pero no mucho más. Estaba bien, pero no era para tirar cohetes.
Es realmente un poco cutre que Estados Unidos no tenga sitio para hacer eventos decentes en la Casa Blanca. Quizás era hora de arreglarlo.
Demoliciones
Este lunes, sin previo aviso ni al Congreso, ni a los medios, ni a nadie remotamente relacionado con la conservación del patrimonio, empezaron a demoler el Ala Este. El primer día dijeron que era sólo una fachada. El segundo día, la maquinaria pesada siguió destrozando más zonas del edificio. Alguien puso barreras para que no se pudieran hacer fotos desde la calle; el Departamento del Tesoro, que está enfrente, prohibió a sus empleados hacer fotos “por motivos de seguridad”. El tercer día parecía claro ya que no era sólo una fachada; no fue hasta el jueves, gracias a imágenes tomadas desde satélite, que quedó claro que habían destruido todo el edificio.
En su lugar, Donald Trump va a construir una enorme sala de fiestas de casi 9.000 metros cuadrados, cerca del doble que la misma Casa Blanca. El coste será, según la administración, sobre los 300 millones de dólares, pagados íntegramente con donaciones privadas. La lista de “benefactores” está plagada de compañías que están intentando que les aprueben toda clase de regulaciones o fusiones empresariales.
Trump ha negado que el nuevo edificio vaya a llevar su nombre. La documentación interna de la administración se refiere a él como el “Donald J. Trump Presidential Ballroom”. Según la portavoz de la Casa Blanca, el salón de banquetes es la principal prioridad del presidente ahora mismo.
Y Trump realmente está muy, muy atento a este salón. Ha hablado y presentado los planes varias veces, con un entusiasmo casi infantil, señalando cambios y mejoras a cada paso.
Decadentismo
Dentro de la historia de esta administración, demoler un edificio oficial por las bravas es una atrocidad menor. Esta gente está bombardeando barcos civiles al azar en el Caribe, al fin y al cabo. Son la misma gente que está intentando utilizar tropas federales para ocupar ciudades gobernadas por la oposición, usando el departamento de justicia contra sus enemigos, extorsionando empresas y universidades, creando tributos e impuestos sin aprobación del congreso, y reclutando miles de matones encapuchados para aterrorizar a inmigrantes y ciudadanos por todo el país. Construir un salon de fiestas con doraditos a mayor gloria del líder es casi una broma.
Pero hay algo más aquí. Hay algo decadente, decrépito, indiferente alrededor de esta historia. La idea de que, con el gobierno federal cerrado, el Congreso ausente, varios programas federales que literalmente dan de comer a los pobres2 quedándose sin dinero, los seguros médicos de más 20 millones de americanos a punto de duplicar o triplicar su coste, y cientos de miles de funcionarios trabajando sin cobrar el presidente esté preocupándose por un salón de fiestas es profundamente desagradable.
Lo es, en parte, porque representa un ejemplo muy claro sobre cómo Trump ejerce el poder, con una completa y total indiferencia a la ley o las instituciones, recibiendo dinero a manos llenas de empresas privadas directamente, mofándose de cualquier barrera o límite a su autoridad. Hasta ahora, sin embargo, esta clase de actitud podía ser defendida por sus acólitos como acciones decisivas para solucionar problemas urgentes del país, reales o imaginarios. Demoler el Ala Este para construir un salón de fiestas, sin embargo, es simple grandilocuencia; destruir parte de un símbolo de las instituciones americanas (el símbolo3, junto con el Capitolio) a mayor gloria del emperador y su corte.
Costes políticos
Los sondeos publicados estos días sobre la demolición siguen el mismo patrón de siempre. Una mayoría clara se opone a la decisión del presidente (53-24). Lo que es distinto, en este caso, es que el apoyo entre votantes republicanos es muy limitado (sólo un 45% está a favor). La aprobación de Trump ya era atroz antes, y sigue siéndola ahora.
Mi sensación, sin embargo, es que esta historia será distinta a otros escándalos presidenciales. No por su importancia (aunque pasar el cepillo a donantes para financiar un proyecto personal es completamente ilegal también), sino porque refleja y refuerza la imagen del presidente como alguien con ínfulas monárquicas fuera de control. Cada vez que aparezca una mala noticia o que se hable del cierre del gobierno, este será el contraste. Retrasos en los aeropuertos y controladores sin cobrar, mientras Trump construye un palacio. Tu seguro médico cuesta el triple, mientras Trump construye un salón para sus juergas. Los precios suben, Trump construye su templo a sí mismo.
Es una historia ridícula, sin duda. Pero como insisto siempre, las medidas que defiende un político son menos importantes que el hecho de que haya decidido que esas medidas son importantes. Trump ha decidido que su salón de baile es importante. Esto dice quién es mucho más que cualquier política pública concreta.
Este artículo, por cierto, es algo que muy pocos políticos entienden - y es la parte central de cualquier campaña. No me cansaré de enlazarlo.
El fascista accidental
Hablemos ahora sobre Graham Platner, un candidato demócrata al senado en Maine metido en un escándalo la mar de peculiar.
Platner es uno de esos candidatos digamos “neoproletarios” que han empezado a aparecer en el partido demócrata. El tipo es joven (41), nunca ha tenido cargo político alguno, y no es en absoluto el típico abogado salido de una universidad cara que suele representar al partido en todos sitios. Platner es un recio señor de Maine que se dedica al cultivo de ostras (que es la cosa más Maine del mundo) y se pasó ocho años en los Marines, pegando tiros por Irak y Afganistán. Es una persona agresivamente normal; la clase de candidato que su cara le define.
La izquierda americana se ha quedado encandilada con Platner, al que ven como la clase de candidato anti-élites, populista y de clase trabajadora que puede ganar elecciones. El tipo es carismático y tiene buenos asesores4, así que se ha convertido en una estrella (relativa) en el circuito de frikis de la política. Lo llevaba siguiendo con cierto interés desde hacía una temporada. Me recordaba a otro candidato con una historia y aspecto similar que ganó unas elecciones en un año difícil en Pensilvania, John Fetterman.
Fetterman ha sido una decepción tremenda. Tras sufrir un derrame cerebral gravísimo durante la campaña (y ganar igualmente), nunca ha vuelto a ser el mismo; sufrió una grave depresión, se convirtió en alguien obsesionado con Twitter, y ahora es un legislador errático, incoherente, y que (según dicen) básicamente odia su trabajo.
Uno nunca debe enamorarse en exceso de ningún político, porque siempre acabarán por decepcionarte. En el caso de Graham Platner, el hombre se está dando prisa.
El fascista accidental
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